Pablo Neruda, seudónimo adoptado tempranamente por Neftalí Ricardo Reyes, es uno de los poetas hispanoamericanos más conocidos y valorados universalmente. A ello ha contribuido, junto a la calidad, por supuesto, de su magnífica obra, la excepcional amplitud y la variedad de registros de la misma.
Este aspecto positivo se ve contrarrestado por las visiones unilaterales con que esta obra es frecuentemente percibida. Para algunos, Neruda aparece apenas como el autor de Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924), donde prolonga, con acento muy personal, ciertas tendencias neorrománticas de bello contenido erótico-sentimental. Otros parecen asociarlo indefectiblemente a los torturados versos de Residencia en la tierra (1933-1935-1937), en los que escudriña los oscuros laberintos de su propio yo en el contexto de un mundo espantable. La pasión política de muchas de sus composiciones, caso de España en el corazón (1938) y de bastantes poemas del Canto general, el libro Las uvas y el viento (1954), etcétera, lo llevarán a ser considerado como un poeta fundamentalmente partidista, con el consiguiente rechazo de quienes no comparten su ideología.
Cabría señalar más apreciaciones parciales, como las de quienes reprochan a Neruda su tendencia a «la poesía canto», a la liturgia verbal, algo que él no negó, si bien demostró su capacidad para el oportuno uso del lenguaje conversacional. Pero lo que importa esperar y desear, cuando se cumple el centenario de su nacimiento y su obra ha sido examinada por innumerables críticos, es que se acepte que —como él mismo resaltó— Neruda es «el poeta de todas las cosas»: gozador del amor, de la alegría, de la belleza de las maravillas que el mundo ofrece; inquieto, por supuesto, por su propia condición humana; tremendamente preocupado por el logro de la justicia y la solidaridad; soñador de utopías y desencantado espectador de su quiebra, sin abandonar por ello la voluntad de volver a soñarlas. Y por encima de todo esto, es importante también ver a Neruda como un «viajero inmóvil», apelativo que le aplicó Emir Rodríguez Monegal: alguien que en su largo recorrido por los caminos de la tierra no dejó de llevar consigo la imagen de su país en el recuerdo emblemático de la región en que nació, la llamada Frontera, la antigua y belicosa Araucanía, la gran zona lluviosa donde Chile empieza a ser sentido como Sur, cuya naturaleza extraordinaria —madera, piedras, flores exóticas, insectos de brillantes colores, humedad, palpitación del siempre vecino mar— llevó permanentemente consigo y enriqueció la palabra lírica de alguien que amó profundamente a las materias.
Neruda, quien, en 1927, ya consagrado como poeta, abandonó su país para ocupar un puesto consular en el Lejano Oriente, recorrió básicamente gran parte del mundo hasta su muerte en Santiago en los días afrentosos del brutal golpe militar, dos años después de haber recibido el Premio Nobel. Poco después su voz continuó sonando en ocho nuevos libros de versos, sin contar otras lejanas páginas recuperadas y el libro de memorias Confieso que he vivido. Añadiremos que si América constituyó su mayor fijación, hubo fuera de ella un país, España, que ocupó tempranamente y hasta el final de su vida una función indeleble en su obra. No es exagerado decir que, después de Chile, fue el territorio más amado y añorado que sintió también como patria.
Esta relación, muy fugaz en su inicial paso por España camino del Oriente, empieza a consolidarse cuando desde allí mantiene correspondencia con Rafael Alberti, gracias a cuyas gestiones serían publicados algunos poemas de Residencia en la tierra en la prestigiosa Revista de Occidente. De regreso en Chile, y establecido en 1933 en Buenos Aires, de nuevo como cónsul, coincide en la capital argentina con Federico García Lorca, con quien mantendrá desde entonces una gran amistad. Sin tardar mucho consigue el mismo cargo en Barcelona, para trasladarse en iguales condiciones a Madrid en febrero de 1935.
Esta etapa madrileña, que solo acabará con su destitución por su
abierta postura de defensa del Gobierno de la República española tras
el levantamiento que da lugar a la Guerra Civil iniciada en 1936, es sin
duda una de las más fecundas de su vida como hombre y como poeta.
Junto a Lorca, los demás miembros de la brillante Generación del 27 y
los de la emergente, donde destaca Miguel Hernández, le reciben con
enorme admiración y amistad; le homenajean, se solidarizan con él ante
los reparos y el ceño fruncido de Juan Ramón Jiménez, quien tiempo
después, desde América, reconocerá noblemente la importancia de la
obra nerudiana. El chileno publica en Madrid, en dos volúmenes, lo que
se conoce, respectivamente, como Primera (ya dada a la imprenta antes en Chile) y Segunda residencia en la tierra
(1935) obras que contribuyen a impulsar el ya configurado surrealismo
español, y dirige la revista creada por Manuel Altolaguirre Caballo Verde para la Poesía, interrumpida, como tantas otras cosas, por la incivil guerra, donde aparece su importante manifiesto Sobre una poesía sin pureza,
claro alegato contra la predicada por Juan Ramón y sobreviviente, en
forma ya atemperada, en algunos poemas de la época. El estallido
bélico de julio del 36 lo lleva a definir su posición en España en el corazón,
donde, rechazando —sin que afortunadamente esto llegara a disminuir
en la apreciación general el valor de tan magistrales libros— la
poética de las Residencias, denuncia y condena, con muy
explícito lenguaje, el horror de la guerra, de cuyos primeros momentos
fue espectador desde su morada en la hermosa «Casa de las flores» del
barrio de Argüelles: «Yo vivía en un barrio / de Madrid, con campanas,
/ con relojes, con árboles /... / Y una mañana todo estaba ardiendo»
(«Explico algunas cosas»).
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